Bajo esta rúbrica, Camino de Santiago, se entiende el conjunto de vías de peregrinación
desde distintos puntos de Europa hasta Santiago de Compostela. El peregrinaje a Compostela nació en
la Edad Media y pronto se convirtió en una especie de hobby muy popular entre los creyentes
del continente. El Camino de Santiago entró en una fase de decadencia a partir del siglo XV.
En el XIX, la peregrinación a Santiago de Compostela era poco menos que una oscura referencia que
se perdía en los tiempos. Ciertos hechos históricos acaecidos a finales de ese mismo siglo, sin
embargo, iban a permitir una lenta recuperación del impulso romero a la ciudad gallega. Aunque la
verdadera revitalización no llegaría hasta la segunda mitad del siglo XX. Actualmente, el
Camino de Santiago
ha recuperado su antiguo esplendor y representa una de las vías de peregrinación más importantes
del mundo. Las rutas francesas, eje principal del Camino, fueron declaradas Patrimonio de la
Humanidad en 1998 por la Unesco.
Las fuentes nos dicen que todo surgió a raíz del descubrimiento de la tumba del
apóstol Santiago, enterrado con dos de sus discípulos, a principios del siglo IX. Fue un monje
eremita, un tal Paio o Pelayo, el que se dejó guiar por una especie de resplandor o aurora boreal
que iluminaba el cielo justo por encima del sepulcro. El monje avisó al obispo de Iria Flavia,
llamado Teodomiro, y a partir de ahí se puso en marcha una fabulosa maquinaria propagandística que
contó con el beneplácito y apoyo de muchos monarcas, no solo de los que gobernaban en los reinos
peninsulares, sino incluso de otros cuyos tronos se encontraban allende los Pirineos. Los
historiadores, que hacen ciencia social e intentan explicar los hechos sin recurrir a causas
sobrenaturales, al menos los historiadores serios, siempre han interpretado el milagroso
acontecimiento desde una lectura política y social. Evidentemente había numerosos intereses en
juego. Resumiéndolo en un par de líneas, la noticia del hallazgo sirvió para reforzar los lazos
internos de una Europa occidental que se había entregado al credo cristiano pero que tenía que
batirse, militarmente, con un Islam en efervescencia, y teológica y doctrinalmente, con la Iglesia
de Bizancio.
Tras el descubrimiento de los restos apostólicos se levantó una capilla, luego
una iglesia, más tarde una basílica y, finalmente, una de las más impresionantes catedrales de
Europa. Simultáneamente, alrededor de la catedral de
catedral de Santiago de Compostela
se fue creando una ciudad. No solo eso: mientras crecía el flujo de peregrinos que desde distintos
puntos de Francia, el norte de Italia, Alemania, Centroeuropa e incluso las Islas británicas se
dirigían a Santiago de Compostela, iban surgiendo otros pueblos y santuarios alentados por las
propias necesidades que tenían los romeros de descansar, comer, orar, dormir. De manera que, muy
pronto, al interés político por aglutinar fuerzas contra el invasor se le añadieron los evidentes
beneficios económicos que la peregrinación reportaba.
Ahora bien, la cuestión que podría plantearse es la siguiente: ¿cómo es que el
Camino de Santiago como vía de peregrinación pudo alcanzar tamaña popularidad en un lapso
relativamente breve de tiempo? El hecho mismo de que la situación de los reinos cristianos, más
todavía la de aquellos peninsulares, no fuese ciertamente boyante: ¿no debería imponer fuertes
limitaciones a su capacidad para movilizar recursos? Bien, es cierto que las peregrinaciones
no dejan de ser el reverso de ese espíritu de cruzada que a partir del año 1095 cunde en Europa.
Mientras unos se lanzaron hacia el extremo oriental del continente, otros empezaron a recorrer los
caminos buscando la punta occidental. Si bien las diferencias entre ambos movimientos fueron
notorias: la violencia de los cruzados sentó cátedra, y su comportamiento con los enemigos vencidos
se caracterizó por los abusos cometidos. Incluso cuando atravesaban los territorios de presuntos
aliados, aquellos caballeros que querían liberar Jerusalén de manos sarracenas actuaron como
auténticos bárbaros. Los peregrinos eran pacíficos y propiciaron un rico intercambio cultural,
artístico y musical entre las distintas zonas de Europa.
Sin embargo, la pregunta formulada sigue sin respuesta: ¿basta con apelar al
espíritu de los tiempos (cruzadas, ganas de ganarse el cielo peregrinando a sitios santos,
intereses geoestratégicos de los monarcas cristianos, etc.) para explicar el éxito casi inmediato
del
Camino de Santiago?
No son pocos los estudiosos que piensan que no. Probablemente, afirman, la consolidación de la vía
santa se debió a que, en el fondo, no estaba más que reactualizando una realidad precedente. Un
camino que era a la vez terrestre y celeste, natural y sobrenatural, físico y simbólico, vigente
todavía en la memoria colectiva de muchos pueblos del continente.
Esta audaz tesis parece recurrir a términos que no se justifican. ¿Acaso no ha
desterrado la ciencia de sus explicaciones todo recurso a una supuesta y vaga «memoria colectiva»?
Sin embargo, que las palabras no oscurezcan el relato. Sabemos que las verdaderas rutas no tienen
fundación. Es imposible señalar la fecha exacta de su aparición. Igualmente, a veces se pierden
durante algunos siglos para volver a renacer con fuerza, si bien es cierto que lo hacen impulsadas
por nuevas ideas y con una significación aparente distinta a la original. El camino de las
estrellas, un conjunto de vías de peregrinación con diferentes ramificaciones que desde los
confines de Europa se dirigían al Finis Terrae gallego, se remonta a una época previa
incluso al megalitismo atlántico. La Vía Láctea, la galaxia en la que se halla la Tierra, ilumina
el cielo mediante una franja blanca que, en ocasiones, parece indicar una dirección hacia
Occidente. He ahí el literal camino de las estrellas, celeste y nocturno. Desde muy antiguo los
hombres, presumiblemente, al seguir ese camino fundaron una ruta de peregrinación, un camino
terrestre que era como un espejo del primero. Lo revistieron, asimismo, con los ropajes del símbolo
y la religión. En infinidad de relatos legendarios y leyendas recogidas en el folclore de las
distintas civilizaciones del pasado (egipcios, griegos, celtas, romanos) se afirma la existencia de
una isla o conjunto de islas en el Gran Océano de Occidente. A esa isla se le ha dado muchos
nombres diferentes: Ávalon, Hespérides, Islas Afortunadas, la isla de las manzanas, la isla de las
mujeres, etc. Se trata de una isla que sellaba el tránsito al más allá, sirviendo de puente entre
el mundo de los muertos y de los vivos. De modo que las peregrinaciones al extremo occidental del
continente tenían mucho que ver con ritos funerarios. Se piensa que algo de ese ritual colectivo en
el que, de una u otra manera, participaban prácticamente todos los pueblos de Europa (¡si hasta en
el Egipto de los tiempos faraónicos hay referencias a ese camino!), pervive en la romería gallega
par excellence: la de San Andrés de Teixido. Como dice el refrán, a San Andrés de Teixido
vai de morto que non foi de vivo. Finalmente, conviene poner sobre la mesa otra
cuestión sujeta a debate desde hace mucho tiempo: ¿quién está enterrado realmente en
Santiago de Compostela?
Sabido es que el apóstol Santiago nunca estuvo en la Gallaecia. Las posibilidades de que, una vez
ejecutado en Jerusalén por orden de Herodes en torno al año 44, su cuerpo fuese llevado hasta las
costas de Hispania en una barca de piedra por sus discípulos, como afirma la tradición, es harto
improbable. Hay historiadores que defienden la tesis de que, quien está enterrado en
la catedral de Santiago de Compostela
no es sino el mismísimo Prisciliano, obispo galaico del siglo IV y primer hereje ajusticiado
por la Iglesia. Prisciliano, figura llena de atractivo, se convirtió, con sus tesis revolucionarias
respecto a la doctrina y a la práctica de la religión católica, en un elemento irritante para las
autoridades religiosas y políticas de un Imperio que ya agonizaba. Curiosamente, Prisciliano fue
decapitado, al igual que Santiago, y sus restos también habrían sido enterrados en algún lugar de
Galicia por dos de sus discípulos. |