A Coruña es una ciudad llena de contrastes. A la cabeza del movimiento liberal y republicano
durante el siglo XIX y el primer tercio del XX, en las últimas décadas se la ha juzgado como urbe
conservadora y no solo por servir de residencia a algunas de las mayores fortunas del mundo (sin
exagerar: en A Coruña tienen casa, entre otros, Sandra Ortega, la cuarta fortuna de España según
Forbes, Manuel Jove, la octava, y, por supuesto, Amancio Ortega, creador de Inditex y desde hace
muchos años siempre entre las tres o cuatro fortunas del mundo). Otra paradoja: en
A Coruña
tiene su sede la Real Academia Galega, y la ciudad jugó un papel fundamental en el reverdecer de la
conciencia galleguista e incluso en la consolidación de un movimiento nacionalista (las
Irmandades da Fala, un hito en la historia de Galicia que involucró a las mayores
inteligencias y talentos del momento, nacieron precisamente en la ciudad herculina en 1916), sin
embargo, hoy en día es A Coruña la urbe gallega donde hay menos hablantes de la lengua propia y,
por citar otro ejemplo, el alcalde que le dio lustre tras la recuperación democrática se
caracterizó por su desapego (por decirlo suave y eufemísticamente) hacia todo el universo
simbólico de la lengua gallega. Las contradicciones llegan a todos los ámbitos de la vida:
cultural, social, económico... y sería inútil intentar enumerarlas todas aquí. Aunque hay una
especialmente curiosa: A Coruña cuenta con la mayor red de bibliotecas públicas de Galicia y con
una gama de
museos científicos
a la altura de las grandes capitales. Y, al mismo tiempo, es una de las ciudades más deportivas que
hay en España. Así que, sin duda, la urbe herculina podría repetir aquella declaración de
principios de un original pensador: ¡me contradigo, pues bien, me contradigo!
Claro que, en realidad, la última de las supuestas contradicciones a lo mejor no
es tal. ¿Acaso la dimensión científica e intelectual de la vida está reñida con el aspecto
recreativo y deportivo de la misma? En absoluto. Tan solo desde una posición de radical estrechez
de miras se puede defender tal tesis. En el fondo, si algo define el alma de A Coruña es su
carácter vitalista y alegre. Y por eso las bibliotecas y museos se llenan cada semana, sin que se
resientan por ello los grandes templos deportivos de la ciudad.
Del conjunto de asociaciones deportivas de la ciudad sobresalen dos: el Hockey
Club Liceo, que puede presumir de ser el equipo más laureado de Galicia en cualquier disciplina o
ámbito (no en vano cuenta en su palmarés con 6 Copas de Europa, 7 Ligas, 5 Intercontinentales,
etc.) y, por supuesto, el Real Club Deportivo de La Coruña (tal es la denominación exacta
del club, a pesar de que, oficialmente, el nombre de la ciudad sea A Coruña: he aquí una nueva
paradoja), probablemente la sociedad o asociación, del tipo que sea, con mayor número de socios de
Galicia (en dura pugna, eso sí, con el otro gran club de la comunidad: el Celta de Vigo).
Si del Barça se puede decir que es més que un club, lo mismo vale para el
Dépor,
que es como popularmente se conoce al equipo. Cierto que a lo largo de su ya larga historia el
equipo coruñés ha conocido sinsabores y penalidades antes de poder saborerar, en fechas más bien
recientes, la otra cara de la moneda. Por desgracia para los sufridos aficionados, parece que los
días de vino y rosas en los que el Súper Dépor compitió de tú a tú con los colosos de la Liga
española se han ido para no volver. Si bien, como dejó dicho un entrenador en ocurrencia célebre,
fútbol es fútbol, y los hados que manejan los designios de la pelota a menudo dan muestra de
ser, ciertamente, imprevisibles y caprichosos.
Los datos revelan claramente que el Deportivo de La Coruña es un equipo con
solera y pedigrí. Se fundó en 1906, de modo que ya es más que centenario. La actual (2014/2015) es
la 43ª temporada en Primera División. Cuenta con aproximadamente 23.000 socios y es uno de los
nueve únicos equipos que han sido campeones en la máxima categoría del fútbol español. También
posee en su palmarés dos Copas del Rey y tres Supercopas de España. En la clasificación histórica
de la Primera División ocupa el puesto decimoprimero, aunque si solo se contasen los últimos 20
años merecería una plaza en el podio.
Todavía habría que añadir un par de datos más. En primer lugar, la sede. El
Deportivo de La Coruña juega sus partidos en Riazor, un estadio con capacidad para 34.000
espectadores que, sin embargo, es de propiedad municipal. Respecto al número de peñas, aunque la
cifra suele fluctuar bastante en razón de la propia trayectoria deportiva del equipo en cada
temporada, cabe señalar que nunca está lejos de las 200, repartidas por todo el mundo.
En definitiva, una carta de presentación que podemos calificar de sobresaliente.
Sin embargo, ya se ha dicho la historia del
Deportivo de La Coruña
no ha sido un camino de rosas. Nacido en 1906 con el nombre de Club Deportivo de la Sala Calvet,
recibió en 1909, siendo monarca Alfonso XIII, el título de Real. Fue un año más tarde, en 1910,
cuando pasó a denominarse Real Club Deportivo de La Coruña. En los años veinte, el equipo herculino
ganó varias veces el Campeonato de Galicia, competición suprimida por la RFEF en 1940 en una clara
decisión política. Antes, en 1929, se había creado la Liga española de fútbol, de nivel estatal.
Tras celebrarse las eliminatorias pertinentes, el Dépor quedó encuadrado en el primer grupo de la
Segunda División. Al equipo le costaría lágrimas, sudor y seguramente un poco de sangre llegar a
Primera División. Eso sucedió en la temporada 1940/41. En su debut en la categoría el Dépor tuvo un
papel digno, terminando en cuarto lugar (téngase en cuenta que entonces eran 12 los clubes que
conformaban la Primera División) y venciendo en casa al Celta (4-0), Barcelona (1-0) y Real Madrid
(1-0). En esa época la rivalidad con el vecino del sur ya estaba asentada. Por otra parte, ni el
Madrid ni el Barça pasaban por su mejor momento, especialmente el primero. De hecho, a principios
de los años cuarenta el equipo más potente era el Atlético Aviación. Pronto destacó también el
Valencia (campeón en 1942, 1944 y 1947) y el Sevilla (campeón en 1946). Ya a finales de la década,
sin embargo, el Barça (1948, 1949, 1952 y 1953) y el Aviación, rebautizado como Atlético de Madrid
(1950, 1951) se repartieron los entorchados hasta la eclosión del Madrid de Di Stéfano y
Puskás.
Mientras tanto, el Deportivo de La Coruña sufría por mantenerse en la categoría.
Bajó a Segunda en 1944. Volvió a subir y volvió a bajar. El club empezaba a cimentar su merecida
fama de equipo ascensor. Pero, antes, el equipo iba a vivir su primera Belle Epoque,
cuando, nuevamente en la máxima categoría, se quedó a un punto del líder, el Atlético de Madrid, en
la temporada 1949/1950. Lejos de representar el sueño de una noche de verano, el quipo se mantuvo
en Primera durante nueve temporadas consecutivas, hasta la 56-57, lo que representaría un récord
absoluto hasta la llegada del llamado Súper Dépor en la última década del siglo.
Los quince años siguientes significaron un continuo subir y bajar de categoría.
Las cosas empeorarían en la temporada 72-73. El Dépor quedó penúltimo, descendió a Segunda y sus
jugadores no volverían a pisar un campo de Primera hasta la 91-92. Durante esos años oscuros el
club experimentó el amargor de la Tercera División (en 1974; téngase presente que todavía no
existía la Segunda B). Aunque recuperó esa misma temporada la categoría de plata, en 1980 volvió a
descender, esta vez sí a Segunda B (la categoría fue creada en 1977). La década de los ochenta la
pasó el Deportivo íntegramente en Segunda. Hasta que en 1991 se produjo un ascenso que, tal como se
desarrollaron las cosas en los años venideros, muchos creyeron definitivo. Porque estaba a punto de
comenzar la etapa más gloriosa jamás vivida por un equipo gallego en la máxima categoría del fútbol
español. Claro que, primero, el Dépor tuvo que afrontar una durísima temporada de transición, con
promoción (no apta para cardíacos) incluida contra el Betis.
Las cosas del fútbol. En septiembre de 1992, apenas un par de meses después de
salvar agónicamente la categoría, el Dépor asombraba al resto de rivales ganando los seis primeros
partidos de la temporada, incluyendo una remontada épica frente al Real Madrid. Nadie lo sabía
entonces, pero se estaban dando los primeros pasos del Súper Dépor. Dos cracks
brasileños (Bebeto y Mauro Silva), algunos de los mejores futbolistas gallegos de todos los tiempos
(Fran), un entrenador de la casa que rezumaba en cada frase una sabiduría popular tan inocente como
llena de prudente escepticismo (Arsenio Iglesias) y, finalmente, porque es justo reconocer los
méritos a quien se lo merece y darle al César lo que es del César, un joven
presidente decidido a convertir un club que hasta entonces había pasado sin pena ni gloria por la
historia del fútbol español en un referente europeo (en efecto, sin el voluntarioso concurso de
Agusto César Lendoiro, figura de evidentes claroscuros, la grandiosa aventura del Súper Dépor no
habría sido posible) fueron los pilares sobre los que se construyó un equipo que haría historia.
Porque no otro calificativo que histórico merece la peripecia de un club que pasó de ser
carne de Segunda a liderar la máxima clasificación durante trece jornadas, nueve de ellas
consecutivas. Al final, el tercer puesto supo a gloria. Lo mejor estaba por llegar. Aquella
temporada no fue flor de un día. En la 93-94 el deportivismo experimentó durante meses el vértigo
de vivir sobre la cresta de una ola que, sin embargo, acabó rompiendo a pocos metros del paraíso
soñado de forma dramática. El Dépor encabezó la clasificación desde la jornada 14 hasta la 37.
Llegó líder al último partido, con un punto de ventaja (entonces la victoria se recompensaba con
dos puntos, no tres) sobre el Barça. Aparentemente, el Dépor debía afrontar un trámite sencillo:
vencer al Valencia, que no se jugaba nada, en casa, con el apoyo de los 34.000 deportivistas que
llenaron Riazor convencidos de estar a punto de vivir una tarde de gloria. Sin embargo, los
muchachos de Arsenio Iglesias pagaron la novatada. Desde el principio se vio que el rival luchaba
en cada lance del encuentro por algo más que por su honor. Los nervios tampoco ayudaron a un
conjunto de jugadores a los que le había llegado el momento de elegir si querían, o podían, ser
como los bravos marinos a los que se dirigió audazmente Pizarro, cuando el conquistador español
trazó con su espada la célebre línea sobre la playa de la isla del Gallo y solo trece (los Trece de
la Fama) de sus hombres se atrevieron a seguirlo. Cruzar la línea que separa el éxito del fracaso
no es fácil: se trata de una frontera más mental que física. Así quedó demostrado en el punto
álgido de aquella dramática jornada para el deportivismo. Minuto 89 de encuentro, el partido en
Riazor continuaba 0-0, mientras que el Barcelona ganaba el suyo y se convertía en virtual líder y
campeón de la Liga (en esas condiciones Dépor y Barça estaban empatados a puntos y el equipo
blaugrana tenía el gol average a su favor). Pero entonces sucedió algo: un jugador del Dépor
cayó en el área rival y el árbitro pitó penalti. Toda
Coruña,
los que estaban en el estadio y los que seguían el partido en los bares y en sus casas por la radio
o la televisión, participó de un grito común de liberación y esperanza que por fuerza debió resonar
al otro lado del Atlántico. Ese estallido fue seguido de un silencio sobrecogedor. 250.000
coruñeses aguantaron la respiración mientras observaban las dudas de los jugadores deportivistas:
¿quién iba a tirar el penalti? Donato, el especialista en esas lides, no estaba en el campo. ¿Sería
Bebeto, el pequeño genio brasileño que con sus goles había sido uno de los máximos responsables que
de que el Dépor hubiese llegado hasta allí? Ay, pero Bebeto no quiso ser de los de la Fama. Fue
Djukic, el orgulloso central serbio que en cada partido actuaba como un verdadero mariscal de campo
en el primer tercio del campo, bien dirigiendo la salida del equipo, bien cortando felinamente las
incursiones del contrario, quien decidió cruzar la línea imaginaria sobre la arena. O, al menos, lo
intentó. Porque su tiro salió manso, vaporoso, anémico, como si se descorchase una botella de
champán aguado y sin burbujas. Pocos segundos después el árbitro pitaba el final del partido. El
golpe fue durísimo. Sin embargo, el heroísmo no consiste tanto en vencer como en saber levantarse.
Los jugadores del club herculino siguieron compitiendo al máximo nivel y, como la venganza es un
plato que se sirve frío, apenas un año después de perder la Liga en el último minuto pudieron
resarcirse ante el rival que les había arrebatado el paraíso de la forma más cruel. La Copa del Rey
ganada en 1995 tras derrotar al Valencia en la final (resultado: 2-1) fue el primer título oficial
que exhibieron las vitrinas del club. Si pareció un acto de justicia poética que el Dépor se
llevase su primer trofeo ganando al equipo levantino, la alegría de los aficionados se reforzó por
el hecho de que, en la edición anterior, apenas un mes antes del fatídico día en el que un penalti
mal tirado desoló al deportivismo, el gran rival histórico —el Celta de Vigo— había sufrido una
experiencia similar a la del
Dépor,
llegando a la final de Copa y perdiéndola en los penaltis después de 120 minutos de una pugna brava
y noble con el Zaragoza. Curiosamente, también en el caso del equipo olívico fue un defensa central
el que, abrumado por el momento, acabó con los sueños de miles de aficionados celtiñas al lanzar un
penalti flojo y vencido antes incluso de golpear la pelota con el pie.
Pero los dioses del fútbol le debían una al Dépor. Finalmente, el Dépor ganó el
premio gordo, un premio sin duda merecido. Fue en la temporada 99-00. Ya no estaba Arsenio
Iglesias, cuyo puesto lo ocupaba ahora Javier Irureta, ni Bebeto, ni Djukic, ni la mayoría de
quienes habían puesto los cimientos del Súper Dépor. Pero Fran, Mauro Silva y Donato seguían
conformando la columna vertebral de aquel equipo. Después vinieron años de consolidación europea,
con sonoras participaciones en la Liga de Campeones y victorias de prestigio contra algunos de los
equipos más laureados del continente. Aunque ninguna victoria de tanta repercusión como la obtenida
en cuartos de final de la Champions 2003-04 ante el Milán dirigido por Ancelotti. El Milán había
sido el campeón de la anterior edición y era el máximo favorito a revalidar el título. El partido
de ida, jugado en Italia, acabó 4-1 a favor del Milán. Sin embargo, el Súper Dépor se atrevió a
cruzar la línea una vez más y, probablemente en el mejor partido de su historia, derrotó al
poderoso Milán por 4 a 0, pasando la eliminatoria y llegando a toda una semifinal de la Liga de
Campeones.
Actualmente, el Dépor parece ir recuperando la calma tras una convulsa etapa que
finalizó con la precipitada salida de la figura clave de los últimos 30 años: Augusto César
Lendoiro se vio forzado a dejar la presidencia del club en enero de 2014, acuciado por una deuda
mastodóntica que incluso ha llegado a poner en duda la viabilidad del club. Tampoco acompañaron los
resultados en el campo y
el Deportivo de La Coruña
acabó descendiendo a Segunda en la temporada 2010-11 después de 20 años en la máxima categoría.
Aunque recuperó el puesto en la élite al año siguiente, volvió a bajar en la 12-13, para ascender
sin solución de continuidad en la 13-14. Mientras se recompone poco a poca la delicada situación
económica, el mayor esfuerzo del equipo consiste actualmente en evitar convertirse de nuevo aquel
equipo ascensor de los años sesenta. Quién sabe si, asegurada la supervivencia en el futuro más
inmediato y consolidado otra vez en la máxima categoría, el Dépor será capaz de protagonizar
nuevamente las hazañas de antaño. En cualquier caso, el aficionado coruñés siempre podrá volver la
vista atrás y, regocijándose con el recuerdo de un pasado todavía fresco, decirse a sí mismo
aquello de ¡que nos quiten lo bailao! |